"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

domingo, 2 de diciembre de 2012

REGRESO AL CASTILLO DE LA INDOLENCIA


Hacía mucho tiempo, querido lector, que no echábamos un vistazo por las espaciosas salas del castillo de la Indolencia. Pero se acercaba el buen tiempo y con él las ganas de pescar bacalao en Escocia. Debido a ello dejé de nuevo mi vida de Sardanápalo en Madrid y me fui a pasar una temporada a mi castillo escocés.
Mi llegada, a fuer de no haber sido avisada, cogió por sorpresa a toda la servidumbre, ya que en el momento en el que entraba en el salón principal me encontré a todos entregados a las más odiosas prácticas: las doncellas entonando desvergonzadas canciones marineras y haciendo la conga; los mozos de cuadras cepillándose los dientes; Harry, mi mayordomo con cara de perro lulú, imitando con la garganta el sonido de una zambomba; Polly, la cocinera, friendo patatas fritas al lado de un cuadro de Anthony Van Dick que representaba al rey Carlos Estuardo saltando a la comba; Niegel, el jardinero con hipo crónico, frotándose las manos y tumbado en mi diván con laxitud oriental; lord Brunell, el fantasma del castillo, haciendo punto de cruz; y, por último, Alice, la bibliotecaria, chupando caramelos con expresión imbécil.
Ninguno, entregados como estaban a tan desvergonzados actos, se percató de mi presencia, pero en cuanto dejé mi paraguas y mis maletas en el suelo solo pude decir lo siguiente:

"¿ ANSIÁIS MORIR, HIJOS DE LA GRAN BRETAÑA?"

Sorprendidos se quedaron quietos mirándome con caras de indios navajos. Ninguno sabía qué hacer, se miraban unos a otros y nadie, ni siquiera Carlos Estuardo, sabía qué decir. No se esperaba mi visita y el sorprenderlos de aquella guisa tornó mi rostro, siempre alegre y despreocupado, en terrible como una carga de caballería mongola. Harry, mi fiel mayordomo, fue el que, en nombre de todos y arrastrándose como una serpiente hasta mis pies, me pidió perdón, no sin antes haberme llenado mis maravillosos escarpines negros de besos y babas. Unos siglos atrás les habría torturado hasta la muerte, pero estábamos en el siglo XX y no podía hacer esas cosas. Sin embargo, decidí castigarles de una manera casi tan atroz como la muerte, por lo que me propuse organizar espectáculos flamencos y zarzuelas todas las noches, a los que deberían asistir sopena de perder su empleo.
Este pequeño incidente no perturbó los alciónicos días que pasé en Escocia pescando bacalao, fumando cigarros de ochenta centímetros, amando a lady Alicia, la esposa de lord Altamont, y comiendo fiambre. Así pasaban los días uno tras otro, sin preocupaciones y sin altramuces, hasta que un trágico suceso vino a violar la felicidad en la que me encontraba. Sucedió una noche de junio, a eso de las doce, justo en el momento en el que lord Brunell, como buen fantasma que era, hacía sus fechorías nocturnas por el castillo. En ese instante bajaba yo por una de las escaleras de caracol de la torre norte a la cocina para prepararme unos huevos fritos con chorizo antes de irme a la cama, cuando escuché un alarido que me heló la sangre. El grito provenía de la biblioteca, y hacía allí fui corriendo al igual que el resto de la servidumbre que, alarmados, saltaron de sus camas para ver lo que sucedía. Al llegar a la biblioteca nos encontramos con algo horrible: Alice, la bibliotecaria, se hallaba muerta en el suelo sobre un charco de sangre de aproximadamente 170 centímetros de largo por 55 de ancho, y con un puñalito muy mono clavado en el costado. Polly cayó desmayada lo más elegantemente posible. Niegel vomitó emitiendo un desagradable sonido gutural que, sabiendo que están muy interesados en conocer, reproduzco a continuación: ¡Beurkkk!
 
(Continuará...)

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