"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

domingo, 9 de diciembre de 2012

LOS SADISTAS

-¡Cásate conmigo!-dijo ella aquella calurosa tarde de... ¿Qué año era? Bueno, el año y la fecha en la que coronaron rey de Aragón a Ramiro el Monje son cosas que podemos pasar por alto.
Mi respuesta ante tan osada frase fue rugir de coraje. Imagine el amable lector el rugido, ya que hasta  a mí, por deferencia a ustedes, me da reparo representar.
-¿Casarnos?-acerté a decir una vez repuesto de aquella sorpresa.
-Sí. Seremos felices y...-dijo con candidez.
-¿Y comeremos perdices? -contraataqué.
-No, bobo. Seremos felices y tendremos muchos hijos -exclamó a punto de derramar varios centímetros cúbicos de lágrimas (recuerde el lector masculino que la mujer ha perfeccionado el arte de llorar en el devenir histórico como manera de sojuzgar al hombre y, vive Dios, que no le falla nunca. Sin embargo, a mí las lágrimas de una mema no me iban a ablandar).
-¿Hijos? -balbucí aterrorizado- ¿Quieres amargarme la vida casándote conmigo y dándome hijos?
En el ambiente se mascaba la tragedia y tabaco.
-¡Tú siempre has dicho que te gustan los niños!- exclamó con aire terrible y cara de fuego.
-A mí como me gustan los niños es con patatas -dije seguro de haber hecho una frase ingeniosa.
-¡Imbécil! Eso no tiene ninguna gracia -recibí como respuesta.
-¡Qué ganas tengo de estrangularte! -solté sin la certeza de haber hecho una frase ingeniosa.
-¡Atrévete, so memo!- respondió mientras descolgaba una maza con una cabeza de cinco kilos de la panoplia del salón.
Yo, con agilidad y antes de que descolgase la maza, la propiné un puntapié en el hígado que hizo las delicias de los habitantes de Tombuctú y Damasco. Ella aulló de dolor y de placer ante esa patada tan artísticamente dada. Cuando se recuperó me atizó con la maza para dejarme la cabeza giratoria por espacio de cinco minutos.
Puñetazos, patadas, mazazos, estocadas, disparos, mesas, sillas y cuadros rotos fueron las consecuencias de una pelea que acabó con los dos tirados sobre una alfombra persa manufacturada en Ciudad Real.
-Te adoro, pequeño- dijo extasiada mientras encendía un cigarrillo.
-Eres el disloque padre, amor mío- exclamé sonriendo.
Había olvidado decir que los dos éramos sadistas y alcanzábamos altas cotas de placer cuando nos pataleaban los riñones.

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