"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

domingo, 28 de octubre de 2018

GLASCARNOCH


¿Qué fatales sucesos ocurrieron en Glascarnoch que hasta allí se requirió la presencia de alguien de mi talla (175 cm)? Relatarlo aun me pone los pelos de punta y  descoloca mi hermoso bisoñé comprado en Bruselas. Pero si no lo cuento, ¿qué sentido tiene haberles despertado la curiosidad? Porque imagino que les habré despertado la curiosidad, ¿no? De no ser así me retiraré al desierto a llevar una vida de penitencia, vistiéndome con la piel de un camello y alimentándome de miel y de langostas.
Corría el año 1925 y en Europa se bailaba el charlestón y el fox-trot con fruición. Yo me encontraba en Londres, donde tenía mi despacho de soltero y atendía un floreciente negocio como detective privado en clara competencia con el genio de Sherlock Holmes. Sin embargo, este decidió retirarse a una granja de Escocia para cultivar girasoles y remolacha, y me dejó a toda su clientela y un bote lleno de bacilos de la gripe. Holmes era un tipo que se hacía querer, además me recomendó un ayudante: el hijo de un baronet de Edimburgo, de nombre Anastasio, que poseía una inteligencia regular, una estatura regular y una cara de risa, pero que tenía el don de no hacer preguntas estúpidas y de llevar siempre unos chalecos elegantísimos. 
Mientras en Londres se desarrollaba mi carrera como detective, en el castillo de Glascarnoch ocurrían unos trágicos sucesos que dejarían a la Gran Bretaña con la boca abierta. En cuestión de siete noches, siete de los catorce habitantes del castillo (Lord Altamont, Lady Sylvia, la mujer de éste; Horatio, el dogo alemán de Lord Altamont; Piluca, la amante española y mema de nacimiento de Lord Altamont; Viktor, el mayordomo alemán, y Harry y Williams, dos anormales que pasaban por allí) murieron brutalmente asesinados en extrañas circunstancias. Todos perecieron al sonar las doce de la noche en los relojes del castillo de las siguientes maneras: un disparo en la espalda, un estacazo en la nuca, una flecha con veneno indio en un costado y una patada en los riñones. Estarán conmigo al advertir que es una extraña combinación de violencia, pero así fue, todos murieron de la misma y horrible forma.
El resto de los habitantes del castillo decidieron huir antes de que les tocase la misma suerte, por lo que al octavo día dejaron el castillo con lo puesto, y allí no quedaron ni los fantasmas. La policía escocesa se hizo cargo de las pesquisas y requirió mi ayuda para resolver tan misteriosos asesinatos.
Así que Anastasio y yo tomamos el primer tren para Edimburgo con el ánimo y el deseo de desentrañar el misterio y, por qué no decirlo, dedicar el tiempo que nos sobrase a la pesca del bacalao. 

Siento decirles que este maravilloso relato, de una prosa solo comparable a la de Vizcaíno Casas, no continuará, porque de lo contrario nunca me haré rico si les dejo gratuitamente mis, repito, maravillosos e inigualables, textos. Sin embargo, si ustedes al leer esto se han revolcado de furia por los suelos de su casa hasta la extenuación de los muebles de su salón y han gritado al Cielo profiriendo blasfemias e injurias de todo tipo, les reconfortaré al decirles que por un módico precio que puede oscilar entre los 20 y los 100 euros, me comprometo a terminarles la historia y enviarla a sus domicilios en un coqueto sobre perfumado con petróleo Gal. Si aceptan solo tienen que dejarme un privado con sus direcciones o con sus insultos más originales.

EPISTOLARIO


Querida Patitas de bailaora: Aunque te escribí hace dos días una carta de mil folios explicándote los últimos sucesos en Toledo y las campañas napoleónicas, he tenido que escribirte de nuevo. Te preguntarás el porqué, ¿verdad? Verás, es que llevo cuatro años llamándote “patitas de bailaora” y creo que ya va siendo hora de cambiarte el nombre. Tengo varios, atiende: “Divina”, “Tormento mío” y “Capullito de alelí”. Después de hablarlo con Puqui, Pilu y Leo, he decidido llamarte Capullito de alelí. Sé que cuando leas la carta derramarás tres centímetros cúbicos de lágrimas ante mi originalidad y me idolatrarás como si de un ídolo hindú se tratase. Es normal, una vez que se me conoce no se puede dejar de quererme. 
Como te decía hace dos días, estoy bien; Puqui, Pilu y Leo también. Puqui se dejó ayer con Mariano, porque éste ha dejado la carrera de ingeniero y quiere dedicarse a tocar los timbales. Mariano siempre nos pareció un poco tonto y ahora lo ha confirmado. No te preocupes por Puqui, porque nada más dejar a Mariano llamó a Juanito para ir al cine. Juanito, por si no le recuerdas, es aquel estudiante de medicina con catarro crónico que compartió piso con Pilu. Sí, aquel con cara de alfombra. Terminó la carrera y puso una consulta en la calle Lagasca. Ya sabes como es Puqui, le gustan con estudios y porvenir, pero a mí Juanito nunca me gustó, porque fuma en pipa y usa calcetines.
Me llegaron los cacahuetes que me mandaste de Berlín. Tienes razón, los cacahuetes prusianos no tienen parangón. Para la próxima vez me envías treinta kilos más.
Oye, quiero contarte una cosa, pero es que me da vergüenza... Bueno, venga, te lo digo ¡Ja, ja, ja, ja! No, no, que vas a decir que soy tonto y que siempre estoy pensando en lo mismo...¡Ja,ja, ja,ja! ¿Lo cuento? ¡Ja,ja,ja,ja! ¡Qué vergüenza! Bueno, anda, si es que soy más tonto...¡Ja,ja,ja,ja! ¡Qué lo cuento! Es que te echo de menos, pero no de menos en el sentido espiritual, que también, pero ahora me refiero al otro sentido, ya sabes ¡Ja,ja,ja,ja! ¡Me da vergüenza! Eso, que pienso en ti y me entran unos sudores, unos escalofríos y unos espasmos que parecen a los arrobamientos de Santa Teresa. Nada, que me pongo tan “malo” que para que se me pase tengo que montarme en el coche y no parar hasta llegar a Alhama de Aragón. Una vez allí, ya más tranquilo, me doy media vuelta y vuelvo a Toledo. A ver si vuelves pronto de Berlín, porque este mes le he hecho al coche 28.000 kilómetros. 
Gracias por las fotos que me mandaste. Estás imponente de guapa, pareces un fenómeno de feria. Mamá dice que no es normal que alguien como tú, guapa, rica, con cultura y esa fineza de espíritu se haya fijado en el arrastrao de su hijo, es decir, en mí. A veces pienso que soy adoptado. 
Recuerdos a tu familia y dile a tu prima que se deje de tantos chicos y que se aplique más en la universidad.

Te quiere hasta la extenuación tu
Alberto.

LA ENTREVISTA DE TRABAJO



Mis ojos (recuerden, de un azul que enamoran) no podían creerlo. El anuncio de trabajo que leía en ese periódico de provincias decía lo siguiente: “Garbanzos, choped, tomates, bacalao, almendras garrapiñadas, apaños para el cocido, cuchillas de afeitar, leche, jabón lagarto y zotal.” Disculpen, pero he cometido un error y les he reproducido la lista de la compra. El anuncio decía lo siguiente: “Empresa de probado prestigio requiere oficinista. 2.000 euros de sueldo y horario de entrada y salida flexible. Preguntar por don Fulgencio Raburrieta.”
Con la velocidad de una mesa camilla me encaminé hacia una cabina teléfonica (soy un ser chapado a la antigua que no usa de esos paraísos artificiales que son los teléfonos móviles) y concerté una entrevista para el día siguiente con el señor Raburrieta.
Me puse más guapo que un San Luis: mis escarpines negros, un frac, una chistera, un chaleco de fantasía y un monóculo que compré en mi último viaje a Inglaterra. Llegué puntual a las oficinas de la calle Lagasca (Barrio de Salamanca) y fui recibido por una señorita que aparentaba veinte años, tres meses y un día, y que tenía unos pechos que parecían dos obuses del cuarenta a punto de explotar. Me rogó que me sentase y esperase a que don Fulgencio me llamase. Hecho este que ocurrió exactamente a las once y veinte (según mi Omega). El señor Raburrieta, que tenía cara de perro lulú y cuatro pelos en la cabeza, me dirigió una amplia sonrisa (de unas veinte yardas) y me indicó que me sentase en cinco tonos de voz distintos. 
-Bien, pollo, ¿por qué desea usted trabajar con nosotros?-preguntó mientras se encendía un puro de 85 centímetros. 
-Bueno, pues por el sueldo, el horario flexible y el prestigio de la empresa -dije sin saber ni siquiera cómo se llamaba la empresa.
-Es usted muy poco original, pollo. Todos los entrevistados han dicho lo mismo, motivo suficiente para que no hayan sido contratados -repuso con laxitud oriental.
-No soy nada original, tiene usted razón, pero si le digo que estoy dispuesto a trabajar por un sueldo más bajo, ¿me contratarían? -dije con actitud servil.
-¡Pollo! Es usted más inteligente de lo que parecía cuando entró por la puerta -exclamó don Fulgencio.
-Entonces, ¿el trabajo es mío? -inquirí exaltado ante la posibilidad de encontrar trabajo.
-Suyo es desde mañana. Cobrará usted 750 euros siempre que la empresa pueda pagárselos -repuso con melancolía de fado.
-¿750 euros? -pregunté apesadumbrado - ¿Y el horario flexible se mantiene al menos?
-Por supuesto, pollo. Usted podrá entrar cuando quiera en esta empresa antes de las 7:30 de la mañana y salir cuando quiera después de las 20:00 -dijo mientras echaba por su boca bocanadas de humo que se podrían ver hasta en el Cairo.
Acto seguido, me abalancé sobre don Fulgencio para patalearle el esternón a placer. Después, le obligué a comerse el puro con cuchillo y tenedor y copiar a mano las obras de Galdós. Cuando la secretaria, alarmada por los alaridos de don Fulgencio, entró en la habitación, me encontró tirando a su jefe por la ventana. Hecho, por cierto, que no pudo o quiso impedir. El resto de la historia es espachurradoramente trágico: la policía me detuvo y el juez me condenó a una pena de treinta años, tres meses y dos días.