"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

viernes, 14 de febrero de 2014

PARÍS BIEN VALE UNA MISA



Fue en junio de 2013 cuando se me ocurrió visitar París, ya que de tanto viajar de Toledo a Leganés se me había despertado la vena viajera. Además, ya iba siendo hora de sacar provecho de mis cuatro años de francés en la Escuela Oficial de Idiomas. Así que metí tres pijamas de rayas, un yoyó y dos trajes en una maleta y me dirigí al aeropuerto de Barajas para montarme en el primer avión que volase a París, que, por si alguno aún no la sabe, es la capital de Francia.
Las dos horas de vuelo transcurrieron sin sobresaltos y estuvieron amenizadas por la contemplación de las bellas azafatas que nos acompañaban, cuya vibrante esencia de “lirios tumefactos” perfumaba todo el avión.
Llegué a París, esa ciudad tan sensual, una mañana radiante y azul. ¡París! ¡Oh, París! Deseaba embriagarme con sus cabarets, bohemia, bulevares, perfumes, champagne y su lujo y elegancia.
Me encontraba congestionado por la belleza de la ciudad. Quería visitar Versalles, Notre Dame, el Barrio Latino, Montmartre y perderme por los bosques de Fontainebleau. No obstante, el Senna no me pareció gran cosa, quizá mediatizado por la contemplación diaria de la belleza de las curvas del Tajo a su paso por Toledo.
Tras dejar mi maleta en el hotel y asearme un poco, me dispuse a conocer a fondo aquel paraíso artificial. Una multitud elegante recorría las calles y el perfume de sus bellas mujeres penetraba en mis narices despertando mi lujuria. Aquello parecía una fantasía morisca. Entre esa multitud pude distinguir a varios compatriotas que miraban extasiados a todas las mujeres que pasaban a su lado, exclamando las siguientes lindezas: “¡Estas sí que son mujeres y no las de Cuenca!” (Aquí he de decir que no conozco a ninguna conquense, por lo que no puedo opinar) “¡Mi madre, qué piernas!” “¡Menudas hembras, tú!” “¡Rediez!” “¡Vamos!” “¡Arrea!” y “¡Virgen santa!”
Algunas se volvían y miraban divertidas, aunque no comprendiesen nada, seguramente encenagadas en la atracción que la inmoralidad de sus palabras producía en ellas. Yo, de naturaleza extremadamente sensual, también me embarqué en epilépticos besos imaginarios con muchas de ellas, hasta que un adoquín que sobresalía del empedrado me hizo tropezar para divertimento de mis compatriotas. Afortunadamente no se percataron que era español como ellos, pues el humor español es hiriente y descarnado y a estas horas aún seguirían riéndose.
En un fantástico esnobismo, decidí alejarme de aquellos paletos e internarme en Montmartre. Allí me vi asaltado por una legión de luces de neón que anunciaban los más variados sex-shops y cabarets, entre ellos el mítico Moulin Rouge. Sin embargo, tantas luces me levantaron dolor de cabeza, por lo que continué mi camino hasta llegar a la Place du Terte, la zona más bohemia, donde tenía pensado sentarme en alguna terraza y pedir algo de cenar.
Me senté lo más versallescamente posible que pude en la terraza de un coqueto restaurante cuyo nombre era el último grito en originalidad: Charles de Gaulle. Tras diecisiete minutos y catorce segundos, se presentó a atenderme un simpático francés con cara de biberón y de nombre Pierre, otra originalidad muy francesa. Pedí un French melón, un Croute au Pot (DESCONOZCO LO QUE ES, PERO DA UN AIRE MUY COSMOPOLITA A LA NARRACIÓN Y UN REFINAMIENTO MUY EXQUISITO A SU AUTOR) y unos escalopes de ternera. Cuando me armé de cuchillo y tenedor y me proponía entregarme a una lucha sin cuartel con los escalopes, sucedió algo que cambió para siempre mi forma de ver el mundo y de atarme los cordones de los zapatos. VERÁN USTEDES CANELA

A PARTIR DE AHORA LA NARRACIÓN TOMA UN RUMBO QUE SERÁ PARA MUCHOS EMPALAGOSO COMO UN PASTEL DE HOJALDRE, POR LO QUE SI SUFREN DE DIABETES ES MEJOR QUE NO CONTINUEN CON LA LECTURA.

En el preciso instante en el que ensartaba un escalope de ternera vino a sentarse en la mesa que había frente a mí una bellísima y enigmática mujer de unos treinta años, rubia como una pata frita y con unos ojos de un azul furioso. Su cuerpo, aunque delgado, tenía curvas más que suficientes, no como las carreteras de españolas, que las tienen en exceso. Era una mujer de piel muy blanca, elegante y distinguida, con un vestido rabiosamente ceñido a su cuerpo. Todos se quedaron mirándola, lo que motivó que muchas mujeres, enojadas, derramaran el contenido de sus platos sobre las cabezas de sus maridos. A mí me recordó a un lirio blanco y no pude seguir comiendo los escalopes, pues casi me atraganto.
Parecía muy tímida, pero después de unos minutos ella también empezó a mirarme y me dedicó una sonrisa que embalsamó todo el restaurante. El viento del amor empezó a soplar con fuerza en mi corazón. Llamé a Pierre, el camarero, para indagar algo más de ella. El muchacho me contó que solía ir a cenar allí muchas noches, que tenía varias tiendas de moda en el barrio y, lo más interesante, que estaba espachurradoramente soltera, algo en lo que coincidíamos. Agradecí la información de Pierre sentándole en mis rodillas y dedicándole unas carantoñas. Después, me armé de valor y me acerqué a aquella enigmática dama.
Me aproximé a su mesa y dije que aquella noche era demasiado bonita para que dos personas estuviesen cenando solas una enfrente de la otra, a lo que respondió con otra amplia sonrisa y me indicó con exquisita languidez que me sentara a su lado. Aunque se había sorprendido ante mi osadía, en el fondo de sus ojos pude ver que mi acción le gustó lo suficiente como para permitirme sentarme con ella a terminar mi cena.
Los primeros segundos ninguno de los dos supo decir nada, simplemente nos miramos de un modo firme a los ojos, mientras que el ambiente espoleaba el lirismo de la situación.
-Paseemos –dijo ella violando aquel silencio.
-Buena idea –acerté a decir y nos levantamos dejando una buena propina a Pierre.
Ella me cogió del brazo y nos adentramos en el entramado de estrechas y empinadas callejuelas que llevan hasta la basílica del Sagrado Corazón. Era una noche perfecta para pasear, pues aún no había hecho aparición el incómodo calor del verano. Creo que andamos casi dos horas así agarrados, tiempo suficiente para revelarnos las cosas más importantes, para narrarnos las guerras boers y para que el sinvergüenza de Cupido disparara 13.557 flechas. Después, llegamos a la puerta de su casa y me invitó a subir, algo a lo no me pude negar, como ustedes comprenderán. El resto de la historia se puede resumir de la manera siguiente:

-Seis noches de jadeos temblorosos.
-Seis amaneceres de besos interminables.
-Seis desayunos de abrazos hiperbólicos.
-Seis siestas de caricias infinitas.
-Veinte duchas de pasión desbordante.

Lo que hace un total de: 300 jadeos temblorosos, 3.456 besos interminables, 748 abrazos hiperbólicos, 2.000 caricias infinitas y la ingesta diaria de cuatro yemas de huevo y  un tarro de miel.
A los seis días, y tras despedirnos con 357 besos,  tuve que volver a España, pero solo para decir a mi jefe que era un impresentable, un memo, un meningítico y un mascagomas. De mi sastre no me despedí, pero le dejé a deber tres trajes. Metí dos pijamas de rayas más en mi maleta y me despedí de la gente que realmente me importaba en España, es decir, nadie. Una mañana de junio regresé a París para continuar con aquel amor enardecido que había cambiado para siempre el rumbo de nuestras vidas.