"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

jueves, 6 de diciembre de 2018

CUATRO CRÍMENES Y MEDIO SIN RESOLVER


La mesa estaba llena de libros. En la misma destacaban una elegante edición del Decamerón, el libro de Remarque, la biografía de Lina Morgan (prologada por J.J. Santos) y varias novelas de Sven Hassel. Y digo destacaban, porque estos libros se encontraban llenos de moscas, como si éstas se hubiesen decantado sólo por estos libros y hubiesen dejado el resto en paz. Había en la mesa también gran cantidad de papeles, sin duda, notas o escritos de alguna de sus próximas obras. Al lado -justo en el lugar en el que se encontraba un grupo escultórico de cinco metros de ancho por dos de alto, que representaba a la tuna de agrónomos rondando al rector- yacía en el suelo la piel de la que tuvo que ser una hermosa pantera. Colgaban del techo, además, varias fotos, dedicadas todas, de diversas celebridades. Así, pudimos ver fotos de Juan Pablo II, Ronald Reagan, Fernando Vizcaíno Casas, Federico Martín Bahamontes, Miterrand y Tip y Coll. 
Pero todo esto descrito anteriormente con la destreza de un escritor de novelas psicológicas no fue lo más destacable que nos encontramos al entrar en el cuarto de trabajo de aquel novelista. No, mi compañeros y yo (policías, para más señas) nos encontramos con el cadáver del famoso novelista Mariano Pérez García, que con ese nombre a todos nos sorprendía que hubiese alcanzado tanta celebridad con sus novelas, entre las que destacaban algunas tan conseguidas como; O tu amante o yo, Zapatitos de charol y Los crímenes del agregado de la legación de Madagascar. Mariano Pérez García, que dos años atrás había recibido el Nobel de literatura y un estacazo en la nuca de un literato envidioso- yacía en el suelo mirando al techo y con el cráneo roto probablemente por la barra de hierro que se encontraba al lado de la cabeza-. No sabíamos su edad, pero mi ayudante aventuró que tenía una edad comprendida entre los cuarenta años y la muerte. Dado que la muerte le había sobrevenido no hace mucho, teníamos que descartar este límite temporal y quitarle la cartera para ver su D.N.I. y terminar las especulaciones. Tenía cuarenta y dos años, y su verdadero nombre era Celestino García Pérez. Al saber este detalle todos nos miramos con expresión imbécil y a punto de estallar en carcajadas, sin embargo, la presencia del cadáver nos hizo contenernos. El cuerpo estaba aún caliente, por lo que no hacía mucho que había sido asesinado, porque Mariano o Celestino había sido asesinado. Pero ¿quién habría sido? Esta -y otras preguntas tales como: ¿Me saldrá la declaración de la renta a devolver? ¿Y si no pago más a mi sastre? o ¿Pongo mañana cocido para comer?-, me hice, pero nadie supo responderme.
Continuará.

domingo, 2 de diciembre de 2018

VACACIONES EN DEAUVILLE

  1.  “Cariño, este año podíamos ir de vacaciones a las playas de Deauville”, me dijo arrugando un poco la nariz y entornando los párpados. Yo la miré con ojos de encargado de funeraria, como calculando sus medidas para fabricar su ataúd. Me tenía más que harto...A Deauville quería ir ahora. Gracias a ella ya no podíamos ir ni a comprar el pan, porque desde que se casó conmigo dilapidó mi fortuna en trapos, joyas, sombreros y zapatos. Al mes de casarnos ya había destrozado dos coches, aunque la culpa fue mía por comprar un coche a alguien que no sabía ni montar en bici. Pero yo se lo perdonaba todo, porque la amaba e idolatraba con pasión. Su cabello rubio como una patata frita y sus ojos azules eran el bálsamo de mi felicidad. Su sensual figura hacía que descuidase mis negocios y me encerrase con ella en nuestra habitación durante días. Allí nos entregábamos a las más oscuras pasiones, como jugar al ajedrez, a la brisca o al parchís. Adoraba sus largas piernas, a las que vestía con todo tipo de medias, y las contemplaba hasta la catarsis. Y sus senos...¡Qué senos! Capaces de amantar a toda una tribu del África misteriosa. Lo tenía todo menos cultura, pero no me importaba, ya la instruiría yo. Mis amigos decían, con envidia, que me engañaba con otros y que se había casado conmigo por mi dinero. Pero, ¿no dicen eso siempre los amigos por envidia? A mí me daba igual lo que dijesen. Los primeros meses pasaron felices y hasta hablamos de tener un hijo y un caballo percherón. No había mañana en la que no la dijese que la quería, a lo que ella me respondía que ella me quería más aún, lo que hacía que nos engolfásemos en una disputa por aclarar quien quería más al otro. Así es el amor, queridos lectores. Mientras, ella seguía comprándose joyas, vestidos caros y abrigos de pieles (auténticas) y, sin yo saberlo, engañándome con todo el mundo. Ahh, pero siempre es así. El cornudo es el último en enterarse,a pesar de las evidencias. En mi caso las evidencias era encontrala en la cama (en mi cama) con otros hombres. Sin embargo, no sé como lo hacía, pero siempre me convencía de que si eran amigos de la infancia, y que si estaban en la cama y desnudos era por estar más cómodos y fresquitos, pues el verano en Madrid era bastante caluroso. Yo, que por entonces había alcanzado altas cotas en el dinamómetro de la estupidez, la creía. Y, ¿por qué me lo creía? Sencillamente porque estaba enamorado, y cuando uno esta enamorado se perdona hasta que tu amada intente matarte. -¿Qué su amada intentó matarle?- Se preguntará el lector. 
    Pues sí, lo intentó varias veces. ¿Por qué? Porque nunca me amó, ya que solo amó mi dinero., y por eso intentó matarme varias veces espolvoreando estricnina en los picatostes que desayunaba todos los días con chocolate, pero, misterios de la Naturaleza, a mí la estricnina ni fu ni fa. Y si sé preguntan cómo descubrí que me envenenaba, les diré que fue ella misma la que me lo confesó desesperada al ver que día tras días me ponía ciego de picatostes, pero no me moría. Yo, como la seguía amando, le compré dos abrigos de pieles más y una cadenita de oro. 
    Así, entre intentos de asesinarme, adulterios y compras pasaban los días. Sin embargo, el amor, como los yogures, tiene fecha de caducidad, y yo poco a poco empecé a abrir los ojos. Cada día me atraía menos y empezaba a decaer mi amor hacia ella. Cuando la descubría con algún amante, les pedía disculpas por haberles molestado y me iba a la biblioteca a leerme las obras de Emilio Salgari. También empecé a darme cuenta de que estaba casi sin dinero por su culpa, pero eso podría solucionarse volviéndome a ocupar como antes de mis asuntos, sin embargo, había algo que no iba a tolerar más: su presencia. Así que decidí asesinarla para vengarme de todos sus engaños. Yo siempre había sido más bueno que un bollo suizo, pero cuando alguien se ríe de mí me lo ha de pagar con creces. Así que ideé una venganza de aúpa. 
    Después de decirme lo de las vacaciones en Deauville, yo, con encantadora sonrisa, respondí que era buena idea y,además, organicé para el día siguiente una merienda en casa a la que invité a todos los hombres con los que me había engañado -treinta y dos y medio en total, ya que uno medía 1490 centímetros, y, por lo tanto, no le voy a contar como una persona completa-. Cuando llegaron les metí a todos en un saloncito que apenas utilizábamos en la casa. Una vez todos allí y con viandas para esa tarde, ordené a mis criados que tapiasen la puerta y las ventanas y dejasen allí encerrados a esa caterva de desagradecidos. Con diligencia hicieron lo ordenado y allí quedaron todos encerrados con ella. Para que no se aburrieran les había dejado en la habitación unas barajas de cartas y confeti, mucho confeti...Después, y entre gritos de espanto de mis víctimas, hice las maletas y me fui a Deuville. Ni que decir tiene que tres días después ordené a mis criados que volviesen a abrir la habitación. En cuanto se abrió la puerta, 
    ella fue la primera en salir corriendo de esa casa para no volver jamás. Soy un hombre feliz de nuevo que se pasa cuarenta días al año veraneando en Deauville.

viernes, 30 de noviembre de 2018

UN ADULTERIO CON TRÁGICO FINAL


-¡Nooo! ¿Por qué a mí?- dijo ella a punto de derramar tres centímetros cúbicos de lágrimas por uno de sus ojos (el otro lo tenía tapado por un parche a causa de un perdigonazo en una de las célebres cacerías del barón de Thunder-ten-tronckh).
-Tranquilízate, mujer, no es para tanto- respondió Gerardo mientras se tocaba la punta de su bismarckianos bigotes.
Pero ella no podía tranquilizarse -¿Y quién podría hacerlo si encuentras a tu marido acostado con tu mejor amiga?- pues esta traición iba mucho más allá de lo que nunca hubiese podido esperarse de Gerardo y de Serafina (que, además de traicionar a su mejor amiga, tenía un nombre feísimo). 
Allí estaban tumbados en el lecho que había sido sólo de ella (ella, por cierto, se llama Cunegunda, puesto que su madre era gran admiradora de Voltaire y, además, reumática) hasta el mismo instante en el que Gerardo y Serafina (es feo el nombre, ¿verdad? Pues el de Cunegunda lo es más...) habían decidido mancillarlo para dar rienda suelta a sus bajas pasiones. Y no parecían sentir vergüenza (si es que la conocían) al verse sorprendidos en esa posición tan “incómoda” (él desnudo con un casco de bombero francés y ella haciendo el pino como el Supremo Hacedor la trajo al mundo: desnuda, con una pierna más larga que la otra y seis dedos en el pie izquierdo). 
-¡Malditos! –gritó Cunegunda iracunda como un piel roja.
-Será mejor que te tomes una tila y te tranquilicess, lo que has visto no es lo que parece- dijo él mientras se tapaba su estoque con el casco de bombero francés.
-La tila se la va a tomar tu madre, mascagomas –dijo Cunegunda con los ojos inyectados en sangre.
-Sólo estábamos haciendo gimnasia sueca –dijo Serafina con expresión imbécil.
Pero Cunegunda no podía soportar más aquel sainete y decidió ir al salón descolgar la escopeta de caza que Gerardo tenía encima de la chimenea y, después de cargarla, se dirigió de nuevo a la alcoba, donde Serafina y Gerardo se apresuraban por vestirse, pero, cruel arcano, no pudieron terminar de vestirse, porque ella (Cunegunda, ¿quién si no?) les disparó a dos elegantes disparos que violaron de nuevo la tranquilidad de la, hasta aquel día, hermosa alcoba repleta de almohadones de cretona. Gerardo cayó primero profiriendo un juramento en hebreo que nadie supo traducir, y Serafina cayó torpemente sobre la hermosa alfombra mientras se preguntaba a sí mismo el por qué de aquella absurda muerte. Cunegunda se sentó sobre la cama a llorar, pero el llanto la duró muy poco (concretamente dos minutos y medio), puesto que ahora tenía una preocupación más importante. Y ustedes pensarán que esta preocupación era esconder los cadáveres y limpiar aquella sangre que efusivamente y con velocidades de tren rápido había brotado de los desgarbados cuerpos de los ya fallecidos. Pues no, Cunegunda, pensaba en cómo la sentaría el luto y en qué debía cambiar todo su armario por vestidos negros. 
-Los cadáveres pueden esperar – se dijo así misma, mientras llamaba a Tomasín (que, además de histérico de nacimiento, era su amante y tocaba muy bien la pandereta) para contarle lo ocurrido. Tomasín la recomendó prender fuego a la casa y así, de paso, cobrar el seguro. Pero claro, hacer caso a alguien al que llaman Tomasín es un gran error como pudo comprobar Cunegunda pocos días después cuando dos apuestos policías (uno nacido en Teruel y otro en Palencia, para más datos) les detuvieron a los dos cuando pensaban cruzar la frontera francesa disfrazados de ciclistas.

ESCENAS DE LA VIDA BOHEMIA


Desear que a tu amante le duela la cabeza o esté cansada es algo que al hombre le ocurre más veces de lo que se cree. Hay dos razones para ello: la primera, que tenga cara de zambomba, es decir, que sea fea; la segunda, que sea insaciable sexualmente y te tenga agotado, sin fuerzas y a las puertas de la muerte por sobrealimentación sexual. Ejemplos de esto último ha dado la historia en varias ocasiones. 
A mí me sucedió lo segundo. Mi amante requería mis “servicios” una media de ocho veces diarias, y eso un hombre vigoroso, atlético, sensual, lujurioso, libertino e hiperclorhídrico como yo lo aguanta con dicha un día, dos y hasta tres, pero al cuarto se encuentra tan rendido y agotado que ha de pedir un armisticio. Sin embargo, la mujer recibe esto como una bofetada en la cara, más que eso, como una afrenta personal que solo puede ser vengada con sangre. Sí, querido lector, si te niegas a mantener ayuntamiento sexual con una mujer alegando que estás agotado acabas de firmar tu sentencia de muerte. Ellas lo hacen con frecuencia, pero nosotros no debemos hacerlo nunca, sopena de arriesgar la relación o peor aún, de morir. Yo, hombre decidido y resuelto, fui valiente y le dije las siguientes palabras: “Baronesa de ****, hoy es mejor que durmamos, estoy hecho polvo de talco.” La baronesa de ****, que ya se había puesto su lencería traída expresamente desde Viena y había sacado todos sus juguetes sexuales –dígase látigos, esposas, cuchillos de lanzar, uniformes de las SS, mangas de colar cafés y enemas- soltó un grito ronco, como de consternación y de pánico, y se abalanzó sobre mí empuñando un orinal estilo Luis XIV. El orinal afortunadamente no me alcanzó, sin embargo, sus insultos me alcanzaron de lleno a la par que alcanzaban altas cotas de estimación entre todos los vecinos del piso, que pudieron escuchar plácidamente en sus casas la lluvia de improperios, de guantazos y de patadas en el hígado que me tocó soportar. Ni que decir tiene que la baronesa de **** me dejó para siempre y que yo tuve que pasar dos meses en un hospital recuperándome de la paliza. Allí conocí a una linda enfermera que me atendía con dedicación y delicadeza todos los días. Era encantadora, de misa diaria y virgen, según me confesó un celador. Poco a poco, a una velocidad aproximada de veinte kilómetros por hora, nos fuimos enamorando, y una vez salido del hospital y no sin ciertas reticencias, pues como ya dije era de misa diaria y muy tradicional, aceptó en venirse a vivir conmigo. Tenía treinta y cinco años y nunca había conocido los placeres y tormentos de la carne, pues quería llegar célibe al matrimonio o a la tumba. Para solucionarlo, nos casamos inmediatamente en los Jerónimos en un día gris y lluvioso. Cuatro días después ingresaba en un hospital con dos costillas rotas, un trozo de oreja en la mano y un orinal Luis XVI enroscado en la cabeza.

domingo, 28 de octubre de 2018

GLASCARNOCH


¿Qué fatales sucesos ocurrieron en Glascarnoch que hasta allí se requirió la presencia de alguien de mi talla (175 cm)? Relatarlo aun me pone los pelos de punta y  descoloca mi hermoso bisoñé comprado en Bruselas. Pero si no lo cuento, ¿qué sentido tiene haberles despertado la curiosidad? Porque imagino que les habré despertado la curiosidad, ¿no? De no ser así me retiraré al desierto a llevar una vida de penitencia, vistiéndome con la piel de un camello y alimentándome de miel y de langostas.
Corría el año 1925 y en Europa se bailaba el charlestón y el fox-trot con fruición. Yo me encontraba en Londres, donde tenía mi despacho de soltero y atendía un floreciente negocio como detective privado en clara competencia con el genio de Sherlock Holmes. Sin embargo, este decidió retirarse a una granja de Escocia para cultivar girasoles y remolacha, y me dejó a toda su clientela y un bote lleno de bacilos de la gripe. Holmes era un tipo que se hacía querer, además me recomendó un ayudante: el hijo de un baronet de Edimburgo, de nombre Anastasio, que poseía una inteligencia regular, una estatura regular y una cara de risa, pero que tenía el don de no hacer preguntas estúpidas y de llevar siempre unos chalecos elegantísimos. 
Mientras en Londres se desarrollaba mi carrera como detective, en el castillo de Glascarnoch ocurrían unos trágicos sucesos que dejarían a la Gran Bretaña con la boca abierta. En cuestión de siete noches, siete de los catorce habitantes del castillo (Lord Altamont, Lady Sylvia, la mujer de éste; Horatio, el dogo alemán de Lord Altamont; Piluca, la amante española y mema de nacimiento de Lord Altamont; Viktor, el mayordomo alemán, y Harry y Williams, dos anormales que pasaban por allí) murieron brutalmente asesinados en extrañas circunstancias. Todos perecieron al sonar las doce de la noche en los relojes del castillo de las siguientes maneras: un disparo en la espalda, un estacazo en la nuca, una flecha con veneno indio en un costado y una patada en los riñones. Estarán conmigo al advertir que es una extraña combinación de violencia, pero así fue, todos murieron de la misma y horrible forma.
El resto de los habitantes del castillo decidieron huir antes de que les tocase la misma suerte, por lo que al octavo día dejaron el castillo con lo puesto, y allí no quedaron ni los fantasmas. La policía escocesa se hizo cargo de las pesquisas y requirió mi ayuda para resolver tan misteriosos asesinatos.
Así que Anastasio y yo tomamos el primer tren para Edimburgo con el ánimo y el deseo de desentrañar el misterio y, por qué no decirlo, dedicar el tiempo que nos sobrase a la pesca del bacalao. 

Siento decirles que este maravilloso relato, de una prosa solo comparable a la de Vizcaíno Casas, no continuará, porque de lo contrario nunca me haré rico si les dejo gratuitamente mis, repito, maravillosos e inigualables, textos. Sin embargo, si ustedes al leer esto se han revolcado de furia por los suelos de su casa hasta la extenuación de los muebles de su salón y han gritado al Cielo profiriendo blasfemias e injurias de todo tipo, les reconfortaré al decirles que por un módico precio que puede oscilar entre los 20 y los 100 euros, me comprometo a terminarles la historia y enviarla a sus domicilios en un coqueto sobre perfumado con petróleo Gal. Si aceptan solo tienen que dejarme un privado con sus direcciones o con sus insultos más originales.

EPISTOLARIO


Querida Patitas de bailaora: Aunque te escribí hace dos días una carta de mil folios explicándote los últimos sucesos en Toledo y las campañas napoleónicas, he tenido que escribirte de nuevo. Te preguntarás el porqué, ¿verdad? Verás, es que llevo cuatro años llamándote “patitas de bailaora” y creo que ya va siendo hora de cambiarte el nombre. Tengo varios, atiende: “Divina”, “Tormento mío” y “Capullito de alelí”. Después de hablarlo con Puqui, Pilu y Leo, he decidido llamarte Capullito de alelí. Sé que cuando leas la carta derramarás tres centímetros cúbicos de lágrimas ante mi originalidad y me idolatrarás como si de un ídolo hindú se tratase. Es normal, una vez que se me conoce no se puede dejar de quererme. 
Como te decía hace dos días, estoy bien; Puqui, Pilu y Leo también. Puqui se dejó ayer con Mariano, porque éste ha dejado la carrera de ingeniero y quiere dedicarse a tocar los timbales. Mariano siempre nos pareció un poco tonto y ahora lo ha confirmado. No te preocupes por Puqui, porque nada más dejar a Mariano llamó a Juanito para ir al cine. Juanito, por si no le recuerdas, es aquel estudiante de medicina con catarro crónico que compartió piso con Pilu. Sí, aquel con cara de alfombra. Terminó la carrera y puso una consulta en la calle Lagasca. Ya sabes como es Puqui, le gustan con estudios y porvenir, pero a mí Juanito nunca me gustó, porque fuma en pipa y usa calcetines.
Me llegaron los cacahuetes que me mandaste de Berlín. Tienes razón, los cacahuetes prusianos no tienen parangón. Para la próxima vez me envías treinta kilos más.
Oye, quiero contarte una cosa, pero es que me da vergüenza... Bueno, venga, te lo digo ¡Ja, ja, ja, ja! No, no, que vas a decir que soy tonto y que siempre estoy pensando en lo mismo...¡Ja,ja, ja,ja! ¿Lo cuento? ¡Ja,ja,ja,ja! ¡Qué vergüenza! Bueno, anda, si es que soy más tonto...¡Ja,ja,ja,ja! ¡Qué lo cuento! Es que te echo de menos, pero no de menos en el sentido espiritual, que también, pero ahora me refiero al otro sentido, ya sabes ¡Ja,ja,ja,ja! ¡Me da vergüenza! Eso, que pienso en ti y me entran unos sudores, unos escalofríos y unos espasmos que parecen a los arrobamientos de Santa Teresa. Nada, que me pongo tan “malo” que para que se me pase tengo que montarme en el coche y no parar hasta llegar a Alhama de Aragón. Una vez allí, ya más tranquilo, me doy media vuelta y vuelvo a Toledo. A ver si vuelves pronto de Berlín, porque este mes le he hecho al coche 28.000 kilómetros. 
Gracias por las fotos que me mandaste. Estás imponente de guapa, pareces un fenómeno de feria. Mamá dice que no es normal que alguien como tú, guapa, rica, con cultura y esa fineza de espíritu se haya fijado en el arrastrao de su hijo, es decir, en mí. A veces pienso que soy adoptado. 
Recuerdos a tu familia y dile a tu prima que se deje de tantos chicos y que se aplique más en la universidad.

Te quiere hasta la extenuación tu
Alberto.

LA ENTREVISTA DE TRABAJO



Mis ojos (recuerden, de un azul que enamoran) no podían creerlo. El anuncio de trabajo que leía en ese periódico de provincias decía lo siguiente: “Garbanzos, choped, tomates, bacalao, almendras garrapiñadas, apaños para el cocido, cuchillas de afeitar, leche, jabón lagarto y zotal.” Disculpen, pero he cometido un error y les he reproducido la lista de la compra. El anuncio decía lo siguiente: “Empresa de probado prestigio requiere oficinista. 2.000 euros de sueldo y horario de entrada y salida flexible. Preguntar por don Fulgencio Raburrieta.”
Con la velocidad de una mesa camilla me encaminé hacia una cabina teléfonica (soy un ser chapado a la antigua que no usa de esos paraísos artificiales que son los teléfonos móviles) y concerté una entrevista para el día siguiente con el señor Raburrieta.
Me puse más guapo que un San Luis: mis escarpines negros, un frac, una chistera, un chaleco de fantasía y un monóculo que compré en mi último viaje a Inglaterra. Llegué puntual a las oficinas de la calle Lagasca (Barrio de Salamanca) y fui recibido por una señorita que aparentaba veinte años, tres meses y un día, y que tenía unos pechos que parecían dos obuses del cuarenta a punto de explotar. Me rogó que me sentase y esperase a que don Fulgencio me llamase. Hecho este que ocurrió exactamente a las once y veinte (según mi Omega). El señor Raburrieta, que tenía cara de perro lulú y cuatro pelos en la cabeza, me dirigió una amplia sonrisa (de unas veinte yardas) y me indicó que me sentase en cinco tonos de voz distintos. 
-Bien, pollo, ¿por qué desea usted trabajar con nosotros?-preguntó mientras se encendía un puro de 85 centímetros. 
-Bueno, pues por el sueldo, el horario flexible y el prestigio de la empresa -dije sin saber ni siquiera cómo se llamaba la empresa.
-Es usted muy poco original, pollo. Todos los entrevistados han dicho lo mismo, motivo suficiente para que no hayan sido contratados -repuso con laxitud oriental.
-No soy nada original, tiene usted razón, pero si le digo que estoy dispuesto a trabajar por un sueldo más bajo, ¿me contratarían? -dije con actitud servil.
-¡Pollo! Es usted más inteligente de lo que parecía cuando entró por la puerta -exclamó don Fulgencio.
-Entonces, ¿el trabajo es mío? -inquirí exaltado ante la posibilidad de encontrar trabajo.
-Suyo es desde mañana. Cobrará usted 750 euros siempre que la empresa pueda pagárselos -repuso con melancolía de fado.
-¿750 euros? -pregunté apesadumbrado - ¿Y el horario flexible se mantiene al menos?
-Por supuesto, pollo. Usted podrá entrar cuando quiera en esta empresa antes de las 7:30 de la mañana y salir cuando quiera después de las 20:00 -dijo mientras echaba por su boca bocanadas de humo que se podrían ver hasta en el Cairo.
Acto seguido, me abalancé sobre don Fulgencio para patalearle el esternón a placer. Después, le obligué a comerse el puro con cuchillo y tenedor y copiar a mano las obras de Galdós. Cuando la secretaria, alarmada por los alaridos de don Fulgencio, entró en la habitación, me encontró tirando a su jefe por la ventana. Hecho, por cierto, que no pudo o quiso impedir. El resto de la historia es espachurradoramente trágico: la policía me detuvo y el juez me condenó a una pena de treinta años, tres meses y dos días.