"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

domingo, 28 de octubre de 2018

LA ENTREVISTA DE TRABAJO



Mis ojos (recuerden, de un azul que enamoran) no podían creerlo. El anuncio de trabajo que leía en ese periódico de provincias decía lo siguiente: “Garbanzos, choped, tomates, bacalao, almendras garrapiñadas, apaños para el cocido, cuchillas de afeitar, leche, jabón lagarto y zotal.” Disculpen, pero he cometido un error y les he reproducido la lista de la compra. El anuncio decía lo siguiente: “Empresa de probado prestigio requiere oficinista. 2.000 euros de sueldo y horario de entrada y salida flexible. Preguntar por don Fulgencio Raburrieta.”
Con la velocidad de una mesa camilla me encaminé hacia una cabina teléfonica (soy un ser chapado a la antigua que no usa de esos paraísos artificiales que son los teléfonos móviles) y concerté una entrevista para el día siguiente con el señor Raburrieta.
Me puse más guapo que un San Luis: mis escarpines negros, un frac, una chistera, un chaleco de fantasía y un monóculo que compré en mi último viaje a Inglaterra. Llegué puntual a las oficinas de la calle Lagasca (Barrio de Salamanca) y fui recibido por una señorita que aparentaba veinte años, tres meses y un día, y que tenía unos pechos que parecían dos obuses del cuarenta a punto de explotar. Me rogó que me sentase y esperase a que don Fulgencio me llamase. Hecho este que ocurrió exactamente a las once y veinte (según mi Omega). El señor Raburrieta, que tenía cara de perro lulú y cuatro pelos en la cabeza, me dirigió una amplia sonrisa (de unas veinte yardas) y me indicó que me sentase en cinco tonos de voz distintos. 
-Bien, pollo, ¿por qué desea usted trabajar con nosotros?-preguntó mientras se encendía un puro de 85 centímetros. 
-Bueno, pues por el sueldo, el horario flexible y el prestigio de la empresa -dije sin saber ni siquiera cómo se llamaba la empresa.
-Es usted muy poco original, pollo. Todos los entrevistados han dicho lo mismo, motivo suficiente para que no hayan sido contratados -repuso con laxitud oriental.
-No soy nada original, tiene usted razón, pero si le digo que estoy dispuesto a trabajar por un sueldo más bajo, ¿me contratarían? -dije con actitud servil.
-¡Pollo! Es usted más inteligente de lo que parecía cuando entró por la puerta -exclamó don Fulgencio.
-Entonces, ¿el trabajo es mío? -inquirí exaltado ante la posibilidad de encontrar trabajo.
-Suyo es desde mañana. Cobrará usted 750 euros siempre que la empresa pueda pagárselos -repuso con melancolía de fado.
-¿750 euros? -pregunté apesadumbrado - ¿Y el horario flexible se mantiene al menos?
-Por supuesto, pollo. Usted podrá entrar cuando quiera en esta empresa antes de las 7:30 de la mañana y salir cuando quiera después de las 20:00 -dijo mientras echaba por su boca bocanadas de humo que se podrían ver hasta en el Cairo.
Acto seguido, me abalancé sobre don Fulgencio para patalearle el esternón a placer. Después, le obligué a comerse el puro con cuchillo y tenedor y copiar a mano las obras de Galdós. Cuando la secretaria, alarmada por los alaridos de don Fulgencio, entró en la habitación, me encontró tirando a su jefe por la ventana. Hecho, por cierto, que no pudo o quiso impedir. El resto de la historia es espachurradoramente trágico: la policía me detuvo y el juez me condenó a una pena de treinta años, tres meses y dos días.

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