"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

viernes, 30 de noviembre de 2018

ESCENAS DE LA VIDA BOHEMIA


Desear que a tu amante le duela la cabeza o esté cansada es algo que al hombre le ocurre más veces de lo que se cree. Hay dos razones para ello: la primera, que tenga cara de zambomba, es decir, que sea fea; la segunda, que sea insaciable sexualmente y te tenga agotado, sin fuerzas y a las puertas de la muerte por sobrealimentación sexual. Ejemplos de esto último ha dado la historia en varias ocasiones. 
A mí me sucedió lo segundo. Mi amante requería mis “servicios” una media de ocho veces diarias, y eso un hombre vigoroso, atlético, sensual, lujurioso, libertino e hiperclorhídrico como yo lo aguanta con dicha un día, dos y hasta tres, pero al cuarto se encuentra tan rendido y agotado que ha de pedir un armisticio. Sin embargo, la mujer recibe esto como una bofetada en la cara, más que eso, como una afrenta personal que solo puede ser vengada con sangre. Sí, querido lector, si te niegas a mantener ayuntamiento sexual con una mujer alegando que estás agotado acabas de firmar tu sentencia de muerte. Ellas lo hacen con frecuencia, pero nosotros no debemos hacerlo nunca, sopena de arriesgar la relación o peor aún, de morir. Yo, hombre decidido y resuelto, fui valiente y le dije las siguientes palabras: “Baronesa de ****, hoy es mejor que durmamos, estoy hecho polvo de talco.” La baronesa de ****, que ya se había puesto su lencería traída expresamente desde Viena y había sacado todos sus juguetes sexuales –dígase látigos, esposas, cuchillos de lanzar, uniformes de las SS, mangas de colar cafés y enemas- soltó un grito ronco, como de consternación y de pánico, y se abalanzó sobre mí empuñando un orinal estilo Luis XIV. El orinal afortunadamente no me alcanzó, sin embargo, sus insultos me alcanzaron de lleno a la par que alcanzaban altas cotas de estimación entre todos los vecinos del piso, que pudieron escuchar plácidamente en sus casas la lluvia de improperios, de guantazos y de patadas en el hígado que me tocó soportar. Ni que decir tiene que la baronesa de **** me dejó para siempre y que yo tuve que pasar dos meses en un hospital recuperándome de la paliza. Allí conocí a una linda enfermera que me atendía con dedicación y delicadeza todos los días. Era encantadora, de misa diaria y virgen, según me confesó un celador. Poco a poco, a una velocidad aproximada de veinte kilómetros por hora, nos fuimos enamorando, y una vez salido del hospital y no sin ciertas reticencias, pues como ya dije era de misa diaria y muy tradicional, aceptó en venirse a vivir conmigo. Tenía treinta y cinco años y nunca había conocido los placeres y tormentos de la carne, pues quería llegar célibe al matrimonio o a la tumba. Para solucionarlo, nos casamos inmediatamente en los Jerónimos en un día gris y lluvioso. Cuatro días después ingresaba en un hospital con dos costillas rotas, un trozo de oreja en la mano y un orinal Luis XVI enroscado en la cabeza.

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