"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".

viernes, 30 de noviembre de 2018

UN ADULTERIO CON TRÁGICO FINAL


-¡Nooo! ¿Por qué a mí?- dijo ella a punto de derramar tres centímetros cúbicos de lágrimas por uno de sus ojos (el otro lo tenía tapado por un parche a causa de un perdigonazo en una de las célebres cacerías del barón de Thunder-ten-tronckh).
-Tranquilízate, mujer, no es para tanto- respondió Gerardo mientras se tocaba la punta de su bismarckianos bigotes.
Pero ella no podía tranquilizarse -¿Y quién podría hacerlo si encuentras a tu marido acostado con tu mejor amiga?- pues esta traición iba mucho más allá de lo que nunca hubiese podido esperarse de Gerardo y de Serafina (que, además de traicionar a su mejor amiga, tenía un nombre feísimo). 
Allí estaban tumbados en el lecho que había sido sólo de ella (ella, por cierto, se llama Cunegunda, puesto que su madre era gran admiradora de Voltaire y, además, reumática) hasta el mismo instante en el que Gerardo y Serafina (es feo el nombre, ¿verdad? Pues el de Cunegunda lo es más...) habían decidido mancillarlo para dar rienda suelta a sus bajas pasiones. Y no parecían sentir vergüenza (si es que la conocían) al verse sorprendidos en esa posición tan “incómoda” (él desnudo con un casco de bombero francés y ella haciendo el pino como el Supremo Hacedor la trajo al mundo: desnuda, con una pierna más larga que la otra y seis dedos en el pie izquierdo). 
-¡Malditos! –gritó Cunegunda iracunda como un piel roja.
-Será mejor que te tomes una tila y te tranquilicess, lo que has visto no es lo que parece- dijo él mientras se tapaba su estoque con el casco de bombero francés.
-La tila se la va a tomar tu madre, mascagomas –dijo Cunegunda con los ojos inyectados en sangre.
-Sólo estábamos haciendo gimnasia sueca –dijo Serafina con expresión imbécil.
Pero Cunegunda no podía soportar más aquel sainete y decidió ir al salón descolgar la escopeta de caza que Gerardo tenía encima de la chimenea y, después de cargarla, se dirigió de nuevo a la alcoba, donde Serafina y Gerardo se apresuraban por vestirse, pero, cruel arcano, no pudieron terminar de vestirse, porque ella (Cunegunda, ¿quién si no?) les disparó a dos elegantes disparos que violaron de nuevo la tranquilidad de la, hasta aquel día, hermosa alcoba repleta de almohadones de cretona. Gerardo cayó primero profiriendo un juramento en hebreo que nadie supo traducir, y Serafina cayó torpemente sobre la hermosa alfombra mientras se preguntaba a sí mismo el por qué de aquella absurda muerte. Cunegunda se sentó sobre la cama a llorar, pero el llanto la duró muy poco (concretamente dos minutos y medio), puesto que ahora tenía una preocupación más importante. Y ustedes pensarán que esta preocupación era esconder los cadáveres y limpiar aquella sangre que efusivamente y con velocidades de tren rápido había brotado de los desgarbados cuerpos de los ya fallecidos. Pues no, Cunegunda, pensaba en cómo la sentaría el luto y en qué debía cambiar todo su armario por vestidos negros. 
-Los cadáveres pueden esperar – se dijo así misma, mientras llamaba a Tomasín (que, además de histérico de nacimiento, era su amante y tocaba muy bien la pandereta) para contarle lo ocurrido. Tomasín la recomendó prender fuego a la casa y así, de paso, cobrar el seguro. Pero claro, hacer caso a alguien al que llaman Tomasín es un gran error como pudo comprobar Cunegunda pocos días después cuando dos apuestos policías (uno nacido en Teruel y otro en Palencia, para más datos) les detuvieron a los dos cuando pensaban cruzar la frontera francesa disfrazados de ciclistas.

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