- “Cariño, este año podíamos ir de vacaciones a las playas de Deauville”, me dijo arrugando un poco la nariz y entornando los párpados. Yo la miré con ojos de encargado de funeraria, como calculando sus medidas para fabricar su ataúd. Me tenía más que harto...A Deauville quería ir ahora. Gracias a ella ya no podíamos ir ni a comprar el pan, porque desde que se casó conmigo dilapidó mi fortuna en trapos, joyas, sombreros y zapatos. Al mes de casarnos ya había destrozado dos coches, aunque la culpa fue mía por comprar un coche a alguien que no sabía ni montar en bici. Pero yo se lo perdonaba todo, porque la amaba e idolatraba con pasión. Su cabello rubio como una patata frita y sus ojos azules eran el bálsamo de mi felicidad. Su sensual figura hacía que descuidase mis negocios y me encerrase con ella en nuestra habitación durante días. Allí nos entregábamos a las más oscuras pasiones, como jugar al ajedrez, a la brisca o al parchís. Adoraba sus largas piernas, a las que vestía con todo tipo de medias, y las contemplaba hasta la catarsis. Y sus senos...¡Qué senos! Capaces de amantar a toda una tribu del África misteriosa. Lo tenía todo menos cultura, pero no me importaba, ya la instruiría yo. Mis amigos decían, con envidia, que me engañaba con otros y que se había casado conmigo por mi dinero. Pero, ¿no dicen eso siempre los amigos por envidia? A mí me daba igual lo que dijesen. Los primeros meses pasaron felices y hasta hablamos de tener un hijo y un caballo percherón. No había mañana en la que no la dijese que la quería, a lo que ella me respondía que ella me quería más aún, lo que hacía que nos engolfásemos en una disputa por aclarar quien quería más al otro. Así es el amor, queridos lectores. Mientras, ella seguía comprándose joyas, vestidos caros y abrigos de pieles (auténticas) y, sin yo saberlo, engañándome con todo el mundo. Ahh, pero siempre es así. El cornudo es el último en enterarse,a pesar de las evidencias. En mi caso las evidencias era encontrala en la cama (en mi cama) con otros hombres. Sin embargo, no sé como lo hacía, pero siempre me convencía de que si eran amigos de la infancia, y que si estaban en la cama y desnudos era por estar más cómodos y fresquitos, pues el verano en Madrid era bastante caluroso. Yo, que por entonces había alcanzado altas cotas en el dinamómetro de la estupidez, la creía. Y, ¿por qué me lo creía? Sencillamente porque estaba enamorado, y cuando uno esta enamorado se perdona hasta que tu amada intente matarte. -¿Qué su amada intentó matarle?- Se preguntará el lector.
Pues sí, lo intentó varias veces. ¿Por qué? Porque nunca me amó, ya que solo amó mi dinero., y por eso intentó matarme varias veces espolvoreando estricnina en los picatostes que desayunaba todos los días con chocolate, pero, misterios de la Naturaleza, a mí la estricnina ni fu ni fa. Y si sé preguntan cómo descubrí que me envenenaba, les diré que fue ella misma la que me lo confesó desesperada al ver que día tras días me ponía ciego de picatostes, pero no me moría. Yo, como la seguía amando, le compré dos abrigos de pieles más y una cadenita de oro.
Así, entre intentos de asesinarme, adulterios y compras pasaban los días. Sin embargo, el amor, como los yogures, tiene fecha de caducidad, y yo poco a poco empecé a abrir los ojos. Cada día me atraía menos y empezaba a decaer mi amor hacia ella. Cuando la descubría con algún amante, les pedía disculpas por haberles molestado y me iba a la biblioteca a leerme las obras de Emilio Salgari. También empecé a darme cuenta de que estaba casi sin dinero por su culpa, pero eso podría solucionarse volviéndome a ocupar como antes de mis asuntos, sin embargo, había algo que no iba a tolerar más: su presencia. Así que decidí asesinarla para vengarme de todos sus engaños. Yo siempre había sido más bueno que un bollo suizo, pero cuando alguien se ríe de mí me lo ha de pagar con creces. Así que ideé una venganza de aúpa.
Después de decirme lo de las vacaciones en Deauville, yo, con encantadora sonrisa, respondí que era buena idea y,además, organicé para el día siguiente una merienda en casa a la que invité a todos los hombres con los que me había engañado -treinta y dos y medio en total, ya que uno medía 1490 centímetros, y, por lo tanto, no le voy a contar como una persona completa-. Cuando llegaron les metí a todos en un saloncito que apenas utilizábamos en la casa. Una vez todos allí y con viandas para esa tarde, ordené a mis criados que tapiasen la puerta y las ventanas y dejasen allí encerrados a esa caterva de desagradecidos. Con diligencia hicieron lo ordenado y allí quedaron todos encerrados con ella. Para que no se aburrieran les había dejado en la habitación unas barajas de cartas y confeti, mucho confeti...Después, y entre gritos de espanto de mis víctimas, hice las maletas y me fui a Deuville. Ni que decir tiene que tres días después ordené a mis criados que volviesen a abrir la habitación. En cuanto se abrió la puerta, ella fue la primera en salir corriendo de esa casa para no volver jamás. Soy un hombre feliz de nuevo que se pasa cuarenta días al año veraneando en Deauville.
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