Las noches en el castillo de Glascarnoch solían ser húmedas, frías y aburridas como una reunión
de daneses. Hacía ya cinco años que había abandonado mi Toledo natal para
trasladarme a las Trossachs, en Escocia. Diversos motivos habían ocasionado que
abandonase mi vida de Sardanápalo en España por una un poco más aburrida en
Escocia. Uno de ellos fue el que la hija del comandante de la Academia de
Infantería jurase por lo más sagrado que el hijo que llevaba en sus entrañas
era mío. Yo, con mi modestia característica, no quise reconocer a aquella
criatura, a la que le faltaban escasos dos meses para ver el mundo y ser uno
más dentro de esa humanidad gris. Su padre me amenazó de todas las maneras
posibles para que me casase con su hija, cuyo nombre, por cierto, he olvidado
ya. Como no tenía ganas de amargarme la vida casándome con una mema decidí huir
lo más lejos posible de Toledo.
Muchas de vosotras
pensaréis que soy un desalmado al huir y dejar a esa pobre chica embarazada,
pero teniendo en cuenta que entre los cadetes de la Academia era conocida como
la “Morfina”, tenía serias dudas de mi paternidad. Pero claro, de lo que no
tenía serias dudas era que su padre me mataría, por lo que hice mis maletas y
me compré un castillo en Escocia, región del mundo rica en bacalao y en
castillos con fantasmas.
Aquella noche era más
fría que nunca y, además, se había desatado una terrible tormenta. En el salón
del castillo el fuego de la chimenea no calentaba como en otras ocasiones, por
lo que decidí irme a mis aposentos privados a encenagarme en la lectura de un
libro titulado “Todo lo que usted quiso saber sobre la sífilis y la gonorrea”.
Cuando subía por las escaleras pude escuchar un grito de consternación y de
pánico que hubiese helado la sangre al más valiente. Sin embargo, a mí me
habían obligado de pequeño a leer “Las moradas” de Santa Teresa, así que pocas
cosas me asustaban ya. Si a mí no me amilanó, a mi mayordomo le hizo que le
creciese la barba treinta centímetros. Era un analfabeto que creía en fantasmas
y demás supercherías, y enseguida me dijo que el fantasma de lord Quincey
había vuelto a aparecer tras siete años de silencio.
-¿Lord Quincey?-
pregunté yo ingrávido. Entonces, Harry, señalando un cuadro que representaba a lord Quincey cortándose las uñas de las manos con su sable de caballería, me contó
su terrible historia:
“Lord Quincey había
nacido bizco del ojo izquierdo y siempre se le consideró tonto de remate, lo
que no impidió que hiciese carrera en el Ejército de su Majestad y llegase a
general. Por aquella época ser general era relativamente fácil, apostilló
Harry, como si este dato a mí me pudiese interesar. En la Guerra de los Siete
Años perdió un brazo, el ojo bizco y las ganas por seguir siendo general, por
lo que decidió volver a sus posesiones en Escocia y dedicarse al noble arte de
dejarse caer con laxitud oriental sobre una mecedora. En su castillo se enamoró
de Elsa, la hija de su capataz. Esta disfrutaba de unos hermosos senos y una
rubia cabellera, además de contar con unos ojos azules que quitaban el hipo a
cualquiera. Por lo demás, era tonta como ella sola y suspiraba por una vida
llena de lujos, por lo que no tardó en flirtear con lord Quincey, que era igual
de tonto que ella, pero que la podía proporcionar esa vida de lujos que tanto
ansiaba. Sin embargo, su padre se opuso a esta relación.
–Tú tienes dieciséis
años y lord Quincey sesenta y cinco, no me puedo creer que le ames- dijo con
aire de tragedia de Eurípides.
–Le amo, padre, le amo
con toda mi alma- dijo ella cándida y tierna como un pastel de hojaldre.
–Sólo amas su dinero, no te engañes- repuso
el padre con aire canallesco.
–Pero mi amor por su
dinero es un amor puro y sincero- dijo ella llorando.
Lord Quincey enterado
de la oposición del padre de la muchacha decidió cortar por lo sano: le
despachó un tiro en el corazón y después se comió su corazón, sin sal ni nada,
como había visto hacer a los indios americanos. Sin embargo, Elsa, enterada de
esta aberración, maldijo a lord Quincey y, como mandan los cánones en este tipo
de historias, se quitó la vida tirándose versallescamente por un acantilado. Su cuerpo no fue
encontrado y lord Quincey vivió apesadumbrado el resto de su vida, atormentado
por el fantasma de los dos muertos y por una maldición que no le dejaría
descansar ni después de fallecido”.
Segunda parte ya.
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