"CUAL SI QUISIERAN JUNTAR CIELO Y TIERRA, RUGEN, LLAMANDO A PUERTAS Y VENTANAS, MAS NO LOGRAN ENTRAR, Y ES MÁS GRATO NUESTRO DESCANSO EN LA SEGURA SALA".
sábado, 15 de septiembre de 2018
UN AMOR AL PASO DE LA OCA
Por aquellos tiempos era oficial de carros en la FKL (Schwere Panzer Kompanie) 316, agregada a la División Panzer-Lehr(1), que se había engolfado en durísimos combates en Normandía contra unos señores que se hacían llamar ingleses, canadienses y norteamericanos. Como estos pollos pera disponían de cantidades industriales de municiones, combustible, carros de combate, aviones, altramuces y soldados nos zurraban constantemente, aunque nosotros se lo poníamos muy difícil. El resultado fue que de las ocho Tiger de la compañía no quedaba ni uno para finales de julio de 1944, por lo que nos ordenaron retirarnos de la zona de combates para ser reequipados. Así que nos fuimos a París hasta que nos mandaran unos cuantos Tiger II con los que poder asustar a esos salvajes que habían desembarcado en Normandía. París, por si alguno de ustedes no lo sabe, era y es la capital de Francia. Y Francia es un país habitado por seres muy estirados y elegantes, a los que los alemanes, menos elegantes, les hemos zurrado e invadido tres veces en menos de un siglo, de ahí que las carreteras francesas estén siempre flanqueadas de árboles, pues de esta manera el bravo soldado alemán puede invadir la bella Francia marchando siempre por la sombra. ¡Son tan locuelos! En París mis hombres (una pandilla de inadaptados y solterones embrutecidos por la guerra y las sandeces de los jerarcas del régimen) y yo nos dedicamos a lo que se puede dedicar un soldado de permiso: a hacer punto de cruz, saltar a la comba y a flirtear (¿Flirtear? Vaya cursilada, lo sé...) con todas las francesitas. Fue en el café Poincaré donde la conocí. ¿A quién? He olvidado su nombre, pero recuerdo que sus padres tenían una pescadería en Nantes y que su abuelo había sido un famoso reumático. Estaba sentada en la terraza de aquel café disfrutando de ese hermoso día de verano, con la mirada perdida, como esperando algo o alguien (después me confesó que se había quedado ligeramente dormida). Su pelo era dorado como las cúpulas de las catedrales ortodoxas y bizqueaba del ojo derecho. El color de sus ojos era azul, de ese azul que cantan los poetas cuando no tienen nada mejor que hacer. Sus piernas ¡ay sus piernas! eran como las autopistas alemanas: largas, sin baches y sin límite de velocidad. ¿Sin límite de velocidad? Por regla general a las mujeres europeas y a las de las tribus de Nueva Guinea les gusta que sus piernas sean acariciadas de manera suave, con laxitud oriental, sin embargo, esas piernas tenían un cartel que ponía: “SIN LÍMITE DE VELOCIDAD. DIRECCIÓN ÚNICA”. Y esa única dirección era esa parte de la anatomía femenina que todos ustedes varones conocen y desean, y que no voy a explicar, puesto que hablar de ello me llevaría mucho tiempo y el tiempo es oro.
Me senté frente a ella y después de estar cuarenta y dos minutos mirándola fijamente se me acercó y me preguntó si la miraba a ella. Me puse colorado como un vietnamita, con lo que di la callada como respuesta. Ella soltó una carcajada a lo Bismarck y se sentó en mi mesa. A los diez minutos me había resumido su vida: hasta los doce años había sido una niña gorda, mema y fea; de los doce a los dieciocho había adelgazado y se había puesto más guapa y más mema; de los dieciocho a los veintidós había perdido el tiempo con el hijo del boticario de su pueblo, para después dejarle y venirse a París, y de los veintidós a los veintiséis había sido la amante de un teniente coronel de la Wehrmacht, que quería ser barítono de zarzuela cuando acabase la guerra.
(Continuará…)
(1) Se regalarán tres entradas para el próximo estreno de mi obra teatral “¿Cómo es posible que en España haya tanto imbécil?" para aquel que sepa decirme el nombre del general que mandaba la División Panzer-Lehr por aquellas fechas.
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