Fue en junio de 2013
cuando se me ocurrió visitar París, ya que de tanto viajar de Toledo a Leganés
se me había despertado la vena viajera. Además, ya iba siendo hora de sacar
provecho de mis cuatro años de francés en la Escuela Oficial de Idiomas. Así
que metí tres pijamas de rayas, un yoyó y dos trajes en una maleta y me dirigí
al aeropuerto de Barajas para montarme en el primer avión que volase a París,
que, por si alguno aún no la sabe, es la capital de Francia.
Las dos horas de vuelo
transcurrieron sin sobresaltos y estuvieron amenizadas por la contemplación de
las bellas azafatas que nos acompañaban, cuya vibrante esencia de “lirios
tumefactos” perfumaba todo el avión.
Llegué a París, esa
ciudad tan sensual, una mañana radiante y azul. ¡París! ¡Oh, París! Deseaba
embriagarme con sus cabarets, bohemia, bulevares, perfumes, champagne
y su lujo y elegancia.
Me encontraba
congestionado por la belleza de la ciudad. Quería visitar Versalles, Notre
Dame, el Barrio Latino, Montmartre y perderme por los bosques de Fontainebleau.
No obstante, el Senna no me pareció gran cosa, quizá mediatizado por la contemplación
diaria de la belleza de las curvas del Tajo a su paso por Toledo.
Tras dejar mi maleta en
el hotel y asearme un poco, me dispuse a conocer a fondo aquel paraíso
artificial. Una multitud elegante recorría las calles y el perfume de sus
bellas mujeres penetraba en mis narices despertando mi lujuria. Aquello parecía
una fantasía morisca. Entre esa multitud pude distinguir a varios compatriotas
que miraban extasiados a todas las mujeres que pasaban a su lado, exclamando
las siguientes lindezas: “¡Estas sí que son mujeres y no las de Cuenca!” (Aquí
he de decir que no conozco a ninguna conquense, por lo que no puedo opinar) “¡Mi
madre, qué piernas!” “¡Menudas hembras, tú!” “¡Rediez!” “¡Vamos!” “¡Arrea!” y “¡Virgen
santa!”
Algunas se volvían y
miraban divertidas, aunque no comprendiesen nada, seguramente encenagadas en la
atracción que la inmoralidad de sus palabras producía en ellas. Yo, de
naturaleza extremadamente sensual, también me embarqué en epilépticos besos
imaginarios con muchas de ellas, hasta que un adoquín que sobresalía del empedrado me hizo tropezar
para divertimento de mis compatriotas. Afortunadamente no se percataron que era
español como ellos, pues el humor español es hiriente y descarnado y a estas
horas aún seguirían riéndose.
En un fantástico
esnobismo, decidí alejarme de aquellos paletos e internarme en Montmartre. Allí
me vi asaltado por una legión de luces de neón que anunciaban los más variados
sex-shops y cabarets, entre ellos el mítico Moulin
Rouge. Sin embargo, tantas luces me levantaron dolor de cabeza, por lo que
continué mi camino hasta llegar a la Place du Terte, la zona más bohemia, donde
tenía pensado sentarme en alguna terraza y pedir algo de cenar.
Me senté lo más
versallescamente posible que pude en la terraza de un coqueto restaurante cuyo
nombre era el último grito en originalidad: Charles de Gaulle. Tras diecisiete
minutos y catorce segundos, se presentó a atenderme un simpático francés con
cara de biberón y de nombre Pierre, otra originalidad muy francesa. Pedí un French melón, un Croute au Pot (DESCONOZCO LO QUE ES, PERO DA UN AIRE MUY
COSMOPOLITA A LA NARRACIÓN Y UN REFINAMIENTO MUY EXQUISITO A SU AUTOR) y unos
escalopes de ternera. Cuando me armé de cuchillo y tenedor y me proponía
entregarme a una lucha sin cuartel con los escalopes, sucedió algo que cambió
para siempre mi forma de ver el mundo y de atarme los cordones de los zapatos.
VERÁN USTEDES CANELA
A PARTIR DE AHORA LA
NARRACIÓN TOMA UN RUMBO QUE SERÁ PARA MUCHOS EMPALAGOSO COMO UN PASTEL DE
HOJALDRE, POR LO QUE SI SUFREN DE DIABETES ES MEJOR QUE NO CONTINUEN CON LA
LECTURA.
En el preciso instante
en el que ensartaba un escalope de ternera vino a sentarse en la mesa que había
frente a mí una bellísima y enigmática mujer de unos treinta años, rubia como
una pata frita y con unos ojos de un azul furioso. Su cuerpo, aunque delgado,
tenía curvas más que suficientes, no como las carreteras de españolas, que las
tienen en exceso. Era una mujer de piel muy blanca, elegante y distinguida, con
un vestido rabiosamente ceñido a su cuerpo. Todos se quedaron mirándola, lo que
motivó que muchas mujeres, enojadas, derramaran el contenido de sus platos
sobre las cabezas de sus maridos. A mí me recordó a un lirio blanco y no pude
seguir comiendo los escalopes, pues casi me atraganto.
Parecía muy tímida,
pero después de unos minutos ella también empezó a mirarme y me dedicó una
sonrisa que embalsamó todo el restaurante. El viento del amor empezó a soplar
con fuerza en mi corazón. Llamé a Pierre, el camarero, para indagar algo más de
ella. El muchacho me contó que solía ir a cenar allí muchas noches, que tenía
varias tiendas de moda en el barrio y, lo más interesante, que estaba
espachurradoramente soltera, algo en lo que coincidíamos. Agradecí la
información de Pierre sentándole en mis rodillas y dedicándole unas carantoñas.
Después, me armé de valor y me acerqué a aquella enigmática dama.
Me aproximé a su mesa y
dije que aquella noche era demasiado bonita para que dos personas estuviesen
cenando solas una enfrente de la otra, a lo que respondió con otra amplia
sonrisa y me indicó con exquisita languidez que me sentara a su lado. Aunque se
había sorprendido ante mi osadía, en el fondo de sus ojos pude ver que mi acción le
gustó lo suficiente como para permitirme sentarme con ella a terminar mi cena.
Los primeros segundos
ninguno de los dos supo decir nada, simplemente nos miramos de un modo firme a
los ojos, mientras que el ambiente espoleaba el lirismo de la situación.
-Paseemos –dijo ella
violando aquel silencio.
-Buena idea –acerté a
decir y nos levantamos dejando una buena propina a Pierre.
Ella me cogió del brazo
y nos adentramos en el entramado de estrechas y empinadas callejuelas que
llevan hasta la basílica del Sagrado Corazón. Era una noche perfecta para
pasear, pues aún no había hecho aparición el incómodo calor del verano. Creo
que andamos casi dos horas así agarrados, tiempo suficiente para revelarnos las
cosas más importantes, para narrarnos las guerras boers y para que el
sinvergüenza de Cupido disparara 13.557 flechas. Después, llegamos a la puerta
de su casa y me invitó a subir, algo a lo no me pude negar, como ustedes
comprenderán. El resto de la historia se puede resumir de la manera siguiente:
-Seis noches de jadeos
temblorosos.
-Seis amaneceres de
besos interminables.
-Seis desayunos de
abrazos hiperbólicos.
-Seis siestas de
caricias infinitas.
-Veinte duchas de
pasión desbordante.
Lo que hace un total
de: 300 jadeos temblorosos, 3.456 besos interminables, 748 abrazos hiperbólicos,
2.000 caricias infinitas y la ingesta diaria de cuatro yemas de huevo y un tarro de miel.
A los seis días, y tras
despedirnos con 357 besos, tuve que
volver a España, pero solo para decir a mi jefe que era un impresentable, un
memo, un meningítico y un mascagomas. De mi sastre no me despedí, pero le dejé
a deber tres trajes. Metí dos pijamas de rayas más en mi maleta y me despedí de
la gente que realmente me importaba en España, es decir, nadie. Una mañana de
junio regresé a París para continuar con aquel amor enardecido que había
cambiado para siempre el rumbo de nuestras vidas.
Ohh!! jejeje Excelente, cómo no, Albert! espero tener más noticias pronto de tus aventuras parisinas, parisienses o paritarias! Un abrazo!!!
ResponderEliminarY díganos, Mister Albert, ¿cómo podría definir su arte?
ResponderEliminarJooo! Que sorpresa !
ResponderEliminar¿?
Eliminar